Hip-hop, violencia y salvación en Medellín

La época más dura de las guerras urbanas en Medellín coincidió con el surgimiento del rap en la capital antioqueña. En medio de ese contexto, la cultura rapera de la ciudad de la Eterna Rimadera ha mudado de piel, alcanzó a ser desafiada por la llegada del reguetón y ha tenido que esquivar la presencia ubicua de la institucionalidad.

POR Sara Kapkin

Octubre 06 2023
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Aunque la palabra “Medellín” está hecha de vocales cerradas y suena femenina y frágil, lo que designa es una cosa fuerte, ruda, áspera, con botas que pisan duro.

Luis Miguel Rivas

 

Lo que hizo del hip-hop un fenómeno global, tan poderoso y tan popular, es lo que Paul Gilroy advierte en su libro Atlántico negro: “que puso en marcha un proceso de transformación del sentido de sí del Estados Unidos negro”. Aunque eso que dice Gilroy lo explican los raperos de una forma más sencilla. En palabras de Rakim, en su libro Sweat the Technique: Revelations on Creativity From the Lyrical Genius:

 

Escuchar esta música era como tomar esteroides musicales. Era confianza sónica. Te hacía golpear más fuerte, pararte más derecho, sacar más pecho. Alimentaba tu ego. En un momento en que mucha gente en el barrio estaba siendo estrangulada por la pobreza, apareció el hip-hop y ofreció un impulso de confianza y una sacudida de diversión. Era música del barrio para el barrio, destinada a hacer sentir bien a la gente. Y se propagó como la pólvora. 

 

El hip-hop es una forma de identidad, y la identidad, según Stuart Hall, es un punto de sutura entre los discursos que intentan ponernos en un lugar como sujetos sociales y los procesos que nos llevan a aceptar o rechazar esas posiciones de sujeto. Es decir, es el encuentro entre eso que dicen que somos (mujer, hombre, joven, negro) y lo que hacemos de eso, la transformación del sentido de sí. Esa transformación desafía el ordenamiento social, sus jerarquías, sus valores, sus significados. La hegemonía. De ahí las palabras de KRS -One en The Gospel of Hip Hop: First Instrument:

 

El hip-hop se define como la respuesta artística a la opresión. Una forma de expresión en la danza, la música, la palabra y la canción. Una cultura que se nutre de la creatividad y la nostalgia. (…) La cultura incluye el rap y cualquier otra acción que se genere a partir del estilo hip-hop y su cultura.

 

El poder se concentra ahí, en esa posibilidad de transformación que responde a la opresión, que se sacude de ella, de su vínculo. Por eso el hip-hop es un fenómeno cultural que tiene lugar en cualquier lugar, porque la opresión está en todas partes de distintas maneras.

A Medellín llegó en los años ochenta, justo cuando la ciudad se estaba convirtiendo en el epicentro de diversas formas de violencia y de una crisis social sin precedentes.

 

La violencia

 

El informe Medellín: memorias de una guerra urbana, elaborado por el Centro Nacional de Memoria Histórica, identifica cuatro periodos de violencia en la ciudad entre 1965 y 2014. El hip-hop aparece durante el segundo periodo, que ocurre entre 1982 y 1994 y que se caracteriza por el despliegue terrorista del Cartel de Medellín y la violencia política con complicidad de las instituciones estatales, conocida como “guerra sucia”.

Fueron tantos los muertos, los heridos, los secuestros, los atentados, los robos y las masacres de esos años que en 1991 Medellín terminó convertida en la ciudad más violenta del mundo. Las cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica indican que ese mismo año, uno de cada cuatro homicidios colombianos ocurrió en Medellín. 

Pero el desarrollo del hip-hop se extiende también a lo largo de los otros dos periodos, que se dividen así: 

Entre 1995 y 2005, cuando las violencias se configuran alrededor de la expansión de los paramilitares y las guerrillas rurales en el país y en Antioquia, un fenómeno que convirtió al departamento en el principal territorio bélico de Colombia, y a Medellín (y al Área Metropolitana) –el centro geográfico y logístico de este conflicto– en el objetivo de la disputa militar. 

Y entre 2006 y 2014, cuando se reacomodaron las estructuras criminales y la ciudad fue el epicentro de la reinserción de paramilitares desmovilizados, lo que resultó en complejos procesos de rearme y de nuevas expresiones de violencia, “como el asesinato de líderes, especialmente de jóvenes relacionados con propuestas de resistencias artísticas y culturales”, dice el informe del Centro. 

Según datos recopilados en el artículo “Treinta años de homicidios en Medellín, Colombia, 1979-2008”, en esos años hubo 81.166 homicidios en la ciudad. Los hombres representaron el 92.8 % de esas muertes y la mayoría fueron de jóvenes entre los 15 y los 34 años. Ese papel protagónico en esas violencias hizo de los hombres jóvenes (sobre todo los de los barrios populares) sinónimo de muerte. Su origen se volvió su estigma.

Pero la violencia no es solo esos muertos que se cuentan, esas vidas que se pierden, sino las formas de exclusión que resultaron en la estigmatización de ciertos territorios y amplios grupos de la población, lo que dificultó su integración a las dinámicas de la ciudad y sirvió como justificación para tantos hechos violentos. Dice el Centro Nacional de Memoria Histórica en su informe: 

 

Los actores armados también buscaron ejercer control sobre las subjetividades e identidades que de una u otra forma atentaban contra el orden social que intentaban imponer. En virtud de ello, algunos grupos sociales fueron tachados de “indeseables” dentro de los territorios.

 

Es en medio de ese contexto hostil, de imposición del control, que el hip-hop se arraigó en la ciudad. En esos años dejó de ser una moda y se convirtió en una forma de identidad, en un fenómeno cultural. 

–En los ochenta era más el break dance. En los noventa ya empieza a hacerse más popular el rap, la música, pero también se afianza la idea de que el hip-hop son más elementos –dice Pino el Bardo, un rapero y gestor cultural de Aranjuez, la comuna número cuatro de Medellín.

Y lo sabe porque en los últimos meses Pino se puso en la tarea de hacer una cartografía del hip-hop en Medellín para intentar reconstruir la historia de lo que ha sido esta cultura en la ciudad. Lo ha hecho de la mano de varios de los grandes referentes del género en la ciudad, como Rulaz Plazco, el Mocho de Laberinto, Julio (Atomiks Krw), el Mugre (Tribu Omerta) y varios más. 

Entre todos fueron armando la historia. La dinámica era guiada por las anécdotas de los invitados, pero abierta a la participación de los asistentes. Así, cada uno, desde su recuerdo y su relato personal, iba marcando en un mapa los puntos que consideraba relevantes: los lugares, los eventos, las personas, los grupos, los barrios, las fechas, en fin.

–En los noventa el acceso a la información ya es un poco más fácil y la vuelta empieza a crecer. Ahí el rap es el género más popular: se hacen muchos conciertos y festivales, y se empiezan a montar estudios de grabación. Ya los grupos quieren hacer su propia música y surje todo un boom. Mucho rap, muchos grupos, muchos estilos. Había una variedad muy brutal y eso también ayudó a que mucha gente se metiera en este tema –dice Pino.

La música se arraiga a la par de la violencia. En esa década de los 90, el hip-hop dejó de ser una moda, un baile, y se empezó a asumir como un cultura, como una forma de identidad, a la misma vez que la ciudad se convirtió en la más violenta del mundo y los hombres jóvenes, sobre todo de los barrios populares, se volvían sinónimo de sicarios, de muerte.

Son años de mucho rap y mucha violencia en la ciudad, y buena parte de ese rap termina hablando de violencia porque el rap es una respuesta artística a la opresión, y la violencia es tanto una de sus causas como una de sus consecuencias.

–Por el año 2000 hay una ruptura, hay una pausa, el apogeo terminó, llega el reguetón y empieza a invadir todos los barrios. Muchos hip-hoppers lo toman como una moda nueva, como su nuevo estilo de vida y dejan de hacer rap, de vestirse ancho. Dejan de sentirse parte de un movimiento. Para muchos ahí se acabó el parche y bastantes grupos dejaron de hacer música. En ese momento no existían las plataformas musicales y había mucho desconocimiento de la industria musical –dice Pino.

Pero lo que pasaba también en esos años era el reacomodo de las estructuras paramilitares y la llegada de alias Don Berna, quien en ese tiempo también se hacía llamar Adolfo Paz. En un artículo de la revista Semana de 2005 se referían a él de la siguiente manera:

 

En uno de los barrios más altos de la comuna nororiental de Medellín un grafiti sorprende a quienes suben hasta allí: “Adolfo Paz es la paz de Medellín”, dice. Igual mensaje se leía en decenas de pancartas durante una manifestación por las calles de la ciudad el año pasado, cuando se cumplió un año de la desmovilización del Bloque Cacique Nutibara.

 

Ese nuevo milenio empezó con un cambio de eslogan para el departamento, que quería convertirse en “La mejor esquina de América” y que tenía un plan para lograrlo: Visión Antioquia siglo XXI, ideado por decenas de académicos, industriales, organizaciones sociales y los gobiernos local y regional. “En el año 2020, Antioquia será la mejor esquina de América; justa, pacífica, educada, pujante y en armonía con la naturaleza”, decía la presentación oficial del proyecto.

Esos esfuerzos de paz coincidieron con los de Adolfo Paz. Así lo describe Forrest Hylton en su texto Medellín, cambio extremo:

 

La “pacificación” era la condición de posibilidad para las muy pregonadas mejoras en turismo, inversión y seguridad. Don Berna, atribuyéndose el mérito, explicaba que sus sicarios entendían la necesidad de crear “el clima necesario para que regrese la inversión, en particular la inversión extranjera, algo fundamental si no queremos que nos deje atrás el motor de la globalización”.

 

En ese contexto es que el reguetón emerge con todas sus fuerzas, mientras el hip-hop no solo entra en pausa, sino en un proceso casi que de fragmentación. El éxito del reguetón no se puede entender sin ese contexto; finalmente este género aparenta ser rap pero su discurso lo desmiente. Es una música que habla de la ciudad y del barrio pero no de la violencia que padecen. El reguetón de Medellín es música urbana sin problemas urbanos, como la describió Marlon Bishop en un perfil sobre J Balvin. Era la banda sonora para lo que Medellín tenía en sus planes.

–Ahí empieza una nueva época del rap de Medellín. Nosotros (Alcolirykoz) somos parte de ese momento, pero no somos los únicos. Todos nos quedamos ahí, religiosos, escuchando y haciendo rap hasta que volvió a despegar y otra vez la gente empezó a hablar de rap. Nosotros estuvimos todo ese tiempo resistiendo ahí, a esa oleada, a esa moda. Esa mierda que fue superpoderosa y tuvo todo a favor –dice Gambeta, líder de Alcolirykoz.


 

La transformación

 

El hip-hop fue resurgiendo poco a poco. Así fue apareciendo en la cartografía de Pino.

–Más o menos para 2004, 2005, es que se vuelven a hacer festivales y empiezan a desarrollarse las escuelas, Crew Peligrosos, La Gran Colombia, Kolacho. Todo lo que está marcado en el mapa a partir del año 2000 tiene que ver con escuelas, con colectivos, con procesos de barrio, con acciones comunales y todos esos espacios de la ciudad– dice Pino.

Eso da cuenta de una especie de división en la cultura que tiene que ver con esa idea de la transformación del sentido de sí que señala Paul Gilroy, que tiene todo que ver con el contexto de Medellín con sus violencias, y que se puede ver reflejada en esas dos formas que toma el hip-hop a partir de 2000: la música y las escuelas. 

Según explica Juan Diego Jaramillo, en su texto “Música y su 'función social'. Hip-hop de Medellín”, parte de la apuesta del gobierno para disminuir la violencia de los años noventa se concentró en fortalecer las instituciones de control hacia los jóvenes de los barrios populares que se tenían como los principales protagonistas de la violencia, como víctimas y victimarios. Dice Jaramillo en su artículo:

 

Es acá donde el hip-hop funcionaba muy bien, en tanto era una práctica que llevaba más de una década en casi todos los barrios de la ciudad que se entendían como “violentos”, y que, con muy poca inversión (relativamente), se podía tener incidencia sobre lo que esta práctica debía sugerir, inspirar y, en muchos casos, transmitir directamente, como ha sido el caso de sus letras.

 

Esa incidencia es lo que Juanchú, de La Clika, identifica como rap “inderground” –un juego de palabras entre “underground” e Inder, acrónimo del Instituto de Deportes y Recreación de Medellín–, y que es todo lo contrario al rap undeground. 

–Existe un rap que es un rap inderground, institucional, ¿sí me entiende? Eso no es rap. El rap nació para decir cosas, para mostrar una vida, un descuido social, político, religioso, todo lo que usted quiera poner de ahí para allá. El rap nació como esa opción que nos dieron para decir cosas porque no teníamos medios. ¿Qué pasa? Que hay que mantener esa lucecita de esa crítica, de esa agresividad, porque es que usted con la ciudad también tiene que ser agresivo, porque si no, no le paran bolas –dice Juanchú.  

Pero no son tanto las escuelas, sino la institucionalidad lo que diferencia al rap indeground del underground. Depende de qué tanto logra incidir la institucionalidad y sus recursos en el discurso del hip-hop, pues es justamente esa construcción discursiva la que posibilita la transformación. 

–Usted puede convertir el rap en lo que sea, hablar de lo que quiera, pero no se le olvide para quién se creó eso y por qué. Nadie quiere nacer en condiciones difíciles, pero cuando pillo gente diciendo “Ah, es que qué visaje el rap, siempre hablando del barrio, de la calle”, pienso: ¿cómo vive usted para que sienta que eso es un problema? El asunto es que eso no es gratis, no es hablar del barrio porque sí. Es para que la gente se sienta incluida en un discurso. Nosotros estamos haciendo exactamente lo mismo que hicieron con nosotros en el rap. Yo escuchaba rap cuando estaba pelao y eso a mí me cambió, todo me cambió. Ver a 2Pac, a Nas, a todos esos manes sacando a su gente del hueco a punta de rap; yo pensaba: voy a hacer lo mismo –dice Gambeta. 

El quid del asunto está en lo que dice Jaramillo en su texto: que la institucionalidad ha buscado, a través de su apoyo al hip-hop, “tener incidencia sobre lo que esta práctica debía sugerir, inspirar y, en muchos casos, transmitir directamente, como ha sido el caso de sus letras”. Las instituciones han querido, como dice Juanchú, convertir el hip-hop en una especie de bálsamo contra la violencia. Que no se diga, que no se piense, que resbale, y si se piensa y se dice, que sea lo que ellos digan, lo que ellos piensan.  

Pero no se puede desligar el rap de la violencia. El rap también tiene su parte de violencia porque desafía el orden social, sus jerarquías. Eso es lo que hace posible la transformación del sentido de sí. El periodista Nando Cruz lo explica en el prólogo del libro Ilustres raperos. El rap explicado a los blancos, de David Foster Wallace y Mark Costello. Dice: 

 

El hip-hop revela una distancia, no tanto geográfica como racial, social y cultural, entre distintas zonas de la ciudad. Esas canciones no solo visibilizan guetos, sino que resitúan el resto de los barrios en relación con esos suburbios de los que no sabíamos o no queríamos saber nada. El hip-hop redefine el mapa de tu ciudad con una música abrumadora. Es una música que habla de y para la comunidad en la que ha surgido. Su carácter profundamente identitario te excluye, pero también te define. Sin hablar de ti, te explica con claridad y por omisión qué no eres ni serás.


 

En el prólogo del libro El pelaíto que no duró nada, de Víctor Gaviria, Laura Mora dice que el cine tiene una particularidad, “la de darle al otro la posibilidad de permanecer insultantemente vivo, existir para siempre”. El rap también tiene esa particularidad, porque cuando las anécdotas, la propia vida, se convierte en canción, se vive para siempre, y se vive como se quiere, como se cree. Por eso los raperos, como los actores naturales de los que habla Laura, también están insultantemente vivos, porque se sacuden de ese destino impuesto por la sociedad y sus violencias. Porque ahí pueden ser más como se proponen que como se supone. Gambeta lo explica así:

–No es un secreto que el rap haya pegado tan duro en los barrios populares. Tenía todo lo que los pelaos de estos barrios estaban buscando: respeto, admiración, sentirse orgullosos de pertenecer a algo. Es eso. La definición que dio Rakim es perfecta: esto le dio superpoderes a la gente que no tenía nada. Y píllate que no les estaba dando necesariamente lo que necesitaban, que era plata y vivir mejor, no. Solo era un orgullo para la autoestima que tenía todo el mundo, tan aporreada, y eso es muy teso. 

ACERCA DEL AUTOR


(Medellín, 1988). Periodista. Magíster en estudios culturales de la Pontificia Universidad Javeriana. Ha escrito en diferentes medios de comunicación colombianos como Vice, Pacifista, El Espectador y El Colombiano, donde trabaja actualmente en la sección cultural.